Durante la Sta. Misa, recogida en oración y manifestando a Dios mi deseo de amarle, de pronto sentí una fuerza misteriosa como de un viento que venía hacia Mí de un modo que parecía me iba a derribar. Me faltó la fuerza y mis ojos y todo mi ser parecía se iban a desprender, a la vez que sentí una misteriosa fuerza. Mi alma sentía una felicidad extrema. Era un gozo que no tenía límite. Parecía que en mi interior hubiera fiesta, y todo mi ser parecía quemarse; pero era un fuego de amor. Mi espíritu gozaba la presencia del Dios eterno. Y escuché esa voz que me decía:
“Ámame. Entrégate.
Yo te amo.”
Señor –le dije- quiero y deseo amarte en esta vida y después amarte más en la eternidad.
Ámame ahora –me contestó el Señor.
Ámame con todo tu ser. ¿Para qué esperar llegar a la eternidad?
Desde ahora me debes amar.
Yo te amé antes de crearte, te sigo amando y te amaré eternamente.
Ven a Mí.
Escóndete en mi corazón.
Olvídate del mundo.
Vacía todo tu ser en Mí para que te llenes sólo de Mí.
Ven, amada, que el momento de la transverberación del amor es cada entrega en plenitud.
–Mi alma y cuerpo se entregaron a su amor y ahí mi alma gozó el amor del Señor.
Paz y alegría embriagaron todo mi ser con el deseo de ser más suya.
Mi corazón sufre cuando por mis ocupaciones no puedo recogerme. Mi alma desea el silencio, sufre por ese silencio, pero es imposible estar silenciosa. Adoro y amo a mi Dios durante el día, pero interiormente hay una fuerza misteriosa que me hace desear la quietud y es cuando sufro. Pero ¡Dios mío! ¡cómo deseo la soledad y envidio santamente el silencio de los claustros!–
4 de agosto de 1981.
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