Espíritu Santificador y sus Dones

Yo soy el remanso del alma. 
Soy la tercera Persona de la augusta Trinidad. 
Soy el santificador con quien y en quien el Hijo único del Padre santifica al alma. 
Yo soy misterio inefable. 
Yo en el alma funjo mi función específica: llevar al alma al Padre y al Hijo. 
 
Yo doy al alma la riqueza verdadera. 
Sostengo al alma en todo instante. 
La hago partícipe del Misterio Trinitario. 
La atraigo con tierno amor hacia el Padre, para que goce en Él y se transfigure en imagen viva del Hijo de Dios. 
Infundo en el alma el valor intrépido de la entrega. 
Asombro al alma al entregarse su amor. 
Y la adentro al ser de Dios, y ahí místicamente me entrego en amor ardiente, revelándole lo mucho de mi mucho. 
La ilumino de mi misterio. 
La hago partícipe inefable de mi amor. 
Me presento al alma que me ama inmediatamente en mi esencia divina. 
Todo estoy en esa alma cuando permanece en gracia. 
 
Yo infundo en el alma dones, que el alma deberá de desarrollar. 
Y eso lo efectuará el alma a medida que sea dócil a mis inspiraciones y generosa en abrirse a aceptar toda inspiración santa que venga de la luz de mi luz, y aceptando con amor todo lo que le acontezca. 
 
El alma en ese encendimiento perfecto de unión con el Dios fuego, comienza a realizarse, a asirse a toda gracia, y a crecer en amor y virtud. 
Comienza el alma a amar en verdad a Dios, a desalojar de sí toda atadura que la aparte del Ser amado. 
Ama al Padre, al Hijo y a Aquel que los unifica por el amor. 
Comienza a vislumbrar con claridad el significado de la verdadera perfección. 
 
No es necesario que el alma experimente ese gozo de la entrega sensiblemente, porque todo el amor de Dios la envuelve en su misterio. 
No le importa más que en todo hacer la voluntad de Aquel que la envuelve para Sí y la toma como esposa. 
Porque es del conocimiento del alma que el amor no consiste en lo sensible, sino en la entrega de lo sensible; porque entre menos busque lo sensible, más perfecta es la entrega. 
El único anhelo del alma, cuando se entrega en verdad al Dios que la cubre con su presencia, es amar y sólo amar, y crecer en ese amor, entregándose en plenitud. 
El alma comprende las maravillas que el Espíritu de vida va obrando en ella, a medida que ella le entrega su voluntad y en todo la cumple. 
Va, en vuelo ágil, hacia el Padre, que se goza al verla emprender, con fuego enardecido, el camino de la cruz, bajo el amor del Dios creativo. 
Ya comienza a ver con luz en amor que cuanto la rodea es efímero, que su vivir es para el cielo; y comienza a preparar en su ser un altar done el Amor es amado, y donde –como incienso aromático- ofrece al Padre el sacrificio de su oblación personal, y donde el Hijo es su camino y vida. 
Se goza con aquellos que se gozan en su Dios. 
Ama a sus enemigos. 
Se inicia en la verdadera vida. 
En todo se recrea positivamente. 
Con gozo se abraza al dolor, pues el Espíritu de amor la alienta y la hace comprender la vida de amor. 
Sobreviene en ella la paz de Dios. 
Paz que irradia en su vivir; paz que en amor la irá dulcificando, y en transformación unitiva con el Espíritu de amor la hará gustar las verdades dogmáticas y salvíficas. 
Toda enajenada en Dios, en unión mística, el alma ya en ese gozo, aunque pase los tormentos de sequedades, de calumnias, de incomprensiones, de persecuciones, no volverá a retroceder. 
Irá comprendiendo, por su docilidad, que la verdad en el amor consiste en vencer todo en amor al Amor. 
Irá entrando en ese abismo insondable del místico amor. 
 
Ya su vida no la rigen sus pasiones. 
Toda ella es verdad en la Verdad. 
Aspira sólo a vivir en su Amor. 
Su ser se empieza a transfigurar, y, toda muerta a su sí, va ascendiendo hacia el Padre, tomando por modelo al Hijo del Eterno, y busca siempre la compañía del divino Espíritu. 
 
Conocedora el alma de todas estas gracias infusas, que ha impreso en ella ese Dios fuego que la va alejando de todo ruido del mundo y la adentra a su aposento de amor, llenándola de ese amor que perdura y la embellece, en el amor infinito de Dios va caminando, en esos caminos que para el mundo son locura; pero ella, por la luz iluminativa del Dios aposentador, conoce que la eternidad la espera, y que el Dios de la eternidad será su recompensa. 
 
Ama a todos, pues en todos ve la imagen del Ser que la requiere y la ama. 
Va correspondiendo al llamado. 
Cada vez más estática, en amor contempla a su Amado. 
 
¡Qué gozo es en verdad para el Padre un alma abandonada en su ser! 
¡Y qué frutos de vida comienza a esparcir! 
 
El alma es benévola, aún con aquellos que la clavan en cruz. 
Confunde a aquellos que la asedian, con su dulzura y perdón. 
Vive en fidelidad el camino que el Espíritu del Padre le traza. 
A medida que penetra en ese amor inmenso de la Trinidad, toda ella, en conjunto, es una armonía de amor. 
Ya no es ella la que vive, sino el Amado en ella, y ella para el Amado. 
La pureza le da belleza de la belleza divina. 
Su pobreza ante los del mundo la está haciendo rica en el Reino del Padre. 
Su alma desea toda modestia. 
Da gloria siempre al Amor. 
Vive siendo una alabanza continua en amor hacia la Trinidad de amor. 
El altar que está en su ser, para que su Dios viva glorificado, está constantemente adornado con flores frescas de virtudes que ha adquirido. 
Ahí, en ese lugar exclusivo donde habita la augusta Trinidad, es el lugar de su predilección. 
Comprende que es habitada por el Dios perfectísimo. 
Busca en soledad amar al que la espera y la requiere. 
Vive en comunión con su Amado, que la va enriqueciendo con gracias infinitas. 
Ya no le importa el morir a sí, pues sólo quiere en Él vivir para poseerlo en plenitud. 
 
El alma se sensibiliza de tal forma que la menor falta cometida le causa profundo malestar espiritual, pues ella comprende lo que lastima a aquel Dios que en todo momento se manifiesta a ella y que es sólo amor. 
Para ella ya no existen barreras que la aparten de esa unión con su Amado, pues ella, como un cirio enardecido, está siempre encendida a los pies del Amor. 
 
El alma deberá en todo instante estar en la presencia del Dios que la inspira, del Dios que la sostiene, del Dios que la ilumina y guía, del Dios que en incendio de amor se unifica con ella. 
El alma, con docilidad y amor, deberá vivir en esa intimidad absoluta, en la que Dios y alma se comunican en amor. 
Ahí el alma comprenderá sus defectos, pero bajo ese conocimiento comprenderá el amor misericordioso que brota del ser de Dios para su ser. 
Asimismo amará en verdad a sus hermanos, pues bajo la inspiración del Santo Espíritu su corazón será manantial de perdón; pues el alma que vive en comunión será y deberá ser luz de vida, pues unida al Dios de la vida irradiará de esa vida. 
 
Su oración será en alabanza continua, pues todo su vivir lo enlaza con aquel Dios de infinita bondad y misericordia. 
 
Yo soy Espíritu de vida; por lo tanto clarifico al alma y la lleno de una belleza indescriptible. 
 
Es necesario que en toda alma deseosa de mayor perfección siempre brille la humildad y la caridad, para que mis dones florezcan en su ser. 
Invocadme, almas mías, para que en mi ser viváis, y para que siendo luz de mi luz, lleguéis a ser almas de oración perfecta, almas que, alentadas por mi deseo, lleguéis a poseer el Reino del Eterno. 
Debéis de ser almas abiertas al Amor, para que en mi amor seáis verdad. 
 
Yo soy fuego de amor; por eso os digo con amor que en este Pentecostés supliquéis a vuestro Dios que seáis transformados en verdad. 
Os amo, os amo. 
Yo soy el ardiente amor, unión del Padre y del Hijo. 
Y os repito con efusión de amor que viváis en mi amor, para que seáis santos. 
 
 
20 y 21 de mayo de 1983.

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