Pablo

Pablo era fuerte, invencible en sus decisiones, estrepitoso y muy afable. 
De su corazón manaba ternura para sus hermanos. 
Su sabiduría para mis cosas era irresistible. 
Su presencia causaba admiración y profundo respeto. 
De su boca manaban palabras llenas de ciencia, porque su carácter y su amor se conjugaban y destilaban la esencia de la doctrina vivida por él y de él siempre salía una extraordinaria sabiduría, y todo su corazón se convertía en deseo de salvación y de conversión. 
 
Su interior, es decir, su corazón, era tierno como el de un niño, dulce como un ave y fogoso como el mismo fuego. 
 
Era ardiente en el amor, apacible en la tormenta, sereno ante cualquier adversidad, temeroso de ofender a Aquel a quien tanto amó. 
 
Todo su ser se compenetraba en amor y desear el bien espiritual de sus hermanos. 
 
Vivía encendido en amor y murió derramando amor. 
 
¡Cuántos Pablos necesita mi Iglesia! 
 
¡Su espíritu era tan profundo! 
Escudriñaba con minuciosidad cada detalle de mi vida y lo enfocaba a su propio bien y al bien de los demás con una ciencia asombrosa, y predicaba pasmando al mismo Dios que lo creó. 
 
Se entregó minuto a minuto, y segundo a segundo. 
Fue dedicación completa a la Evangelización. 
Sacaba fuerza de la oración y de la entrega. 
 
¡Ay amor único que pocas veces suele darse! 
 
Pablo, fiel servidor, vive en la remembranza de mis discípulos a través del tiempo. 
 
Conmigo se configuró y ahora está ya con el que es su eterno amor. 
Su inteligencia asombra a buenos y a malos. 
 
 
10 de febrero de 1981. 

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