El Misterio del Amor Eucarístico

En la gloria del Padre comprenderá esas gracias y el poder de su sacerdocio. 
Su fe profunda se expresa en la consagración del pan y del vino, que se convierten en mi Cuerpo y Sangre. 
A su voz hace bajar al Hijo de Dios y me hago presente en ese instante solemne que recuerda mi inmenso amor a los hombres, hermanos míos. 
En el misterio de la eucaristía el hombre es más grande ante el Padre que todos los coros angélicos. 
El hombre, a su voz, atrae a su Dios, al Dios increado, al Dios belleza sobre toda belleza. 
El misterio del amor está presente en la eucaristía. 
 
El hombre debería ser más constante y fiel en alimentarse del Cuerpo y Sangre, que dan vida y fortalecen al alma. 
Ahí el Padre se complace en entregar al hombre el Cuerpo y Sangre de su Unigénito. 
¡Oh misterio del amor de Dios despreciado por el egoísmo del hombre! 
Los ángeles envidian la santidad y el poder del sacerdocio y contemplan extasiados en cada misa la bondad de su Dios. 
¡Oh solemnidad del misterio lleno de amor, por medio del cual Dios se entrega al hombre por amor y lo atrae a su gloria y transforma al alma en un ser extraordinariamente bello y glorioso! 
Los querubines desearían ser hombres para dar en aquel momento todo su amor a Dios, en aquel momento en que la tierra y el cielo son sostenidos por vuestro Dios. 
 
Comulgar es recibir a Aquel que es infinito, al que tiene en sus manos todo poder, al Creador de millones de trillones de galaxias que el hombre en su incapacidad no podrá ver. 
El valor de mi Cuerpo y Sangre no se puede valorar. 
Su valor es infinito y supera la inteligencia del hombre. 
Así como la palabra ‘eternidad’, que la mente humana no puede ni podrá nunca comprender, así de incomprensible es el misterio del amor de Dios, donde hay entrega y súplica. 
Valorad ese sublime don de entrega inmediata de amor, donde Yo, el infinito, me entrego en amor al pecador. 
Vosotros glorificadme, amadme, vivid de Mí, en Mí y para Mí, alimentaos de mi Cuerpo y Sangre redentora. 
Los justos de la antigüedad, ¡cuánto hubieran deseado vivir en la actualidad, para sostenerse y fortificarse con mi Sangre y Carne preciosa! 
 
Yo, el Hijo predilecto del Padre, me doy a ti y a los que quieren alimentarse de Mí de igual manera o con más plenitud y esencia que cuando habitaba en el vientre virginal de la que es la Madre del Dios eterno. 
En Ella habitaba místicamente por su fe, esperanza y amor; y me recibió biológicamente en su vientre purísimo. 
En vosotros quiero habitar místicamente por vuestra fe, esperanza y amor. Y a vosotros me doy eucarísticamente, para uniros a Mí, para que me asimiléis, para que os transforméis en Mí, y para que viváis en Mí y para Mí.  
 
Mi madre no comprendía el misterio de la concepción, pero me admitió en sus entrañas de mujer por amor y en fe. 
Vosotros comprendéis mi amor, y no admitís que el Verbo de Dios more en vosotros y no queréis recibirme cuando me entrego a vosotros en comunión. 
 
Yo soy el ser infinito que baja a vosotros y me entrego al escuchar la súplica orante de mis sacerdotes que repiten las palabras que Yo, el eterno y sumo Sacerdote, pronuncié por amor al hombre en aquella solemne ceremonia de la Cena, para quedarme con vosotros. 
El Hijo de Dios vivo culminó su existencia en la tierra, entregándose totalmente a los suyos por amor. 
No quise dejaros solos; quise permanecer con vosotros. 
Mi primitiva Iglesia fue la que por primera vez escuchó atónita el gran amor de vuestro Dios: 
 
“Tomad y comed: esto es mi Cuerpo. 
Tomad y bebed: esto es mi Sangre. 
Hacedlo cada vez que queráis, para que el Hijo del Hombre sea tomado como alimento de mi Iglesia, que sois todos vosotros. Revivid este misterio de amor.” 
 
Mis primeros sacerdotes me tomaron por primera vez. Y el Dios de la eternidad posó en sus pechos ardientes de amor. 
 
¡Oh, Pedro! Su mirada penetrante y profunda se volvió tierna y enloquecida de amor. Al primer obispo consagrado por mis manos sostuvo ante cualquier obstáculo el revivimiento de mi amor hacia vosotros. 
Y mis primeros sacerdotes me aceptaron aquella tarde, y por vez primera se fortificaron, y sus venas se llenaron con mi Sangre; y con ellos sellé mi alianza nueva y eterna de amor inquebrantable. Por eso los llamé mis hermanos. 
 
¡Con cuánta gratitud y fe deberíais asistir a cada Misa! 
El hombre se diviniza y se estrecha en comunión con su Dios, con el Dios que es eternidad. 
Por eso vosotros, cada vez que estéis en ese momento en que me doy a vosotros por amor, manifestadme con vuestra correspondencia de amor la gratitud que debéis al Padre por  permitirme asistir a mi Iglesia y comunicarme en comunión con mis hermanos. 
 
¡Cuánto os amo! 
Amadme. 
Yo soy el Cordero, el Hijo de la Mujer que se entregó a su Dios en fe y en oración y se comunicó inmensamente con Dios Padre, creador e infinito sol del cielo. 
 
Yo, el Unigénito, os amo. 
Cuando mi Sangre penetra en el ser del hombre y hace efervescencia, el hombre debería morir de amor a su Dios. 
Cuando él pronuncia mis palabras, todos los habitantes de la gloria del Padre se hacen presentes, para adorar al Dios del amor y darle toda honra y gloria. Y postrados, le glorifican. 
El Padre, ante sus palabras, deposita a su único Hijo en sus manos, para que lo dé en alimento a las almas que le desean. 
Los ángeles, en multitud, se aglomeran a presenciar el misterio del Amor, que se hace presente en el pan y en el vino, cuando mis sacerdotes pronuncian mis palabras con fe. 
 
1 de febrero de 1981. 

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