—El Señor me ha repetido varias veces y de nuevo volvió a decirme:
Decídete a darte pronto a Mí.
—Hubo un incidente triste y desagradable: un hombre accidentado, que acababa de morir. El Señor me dijo:
Hay un hombre que hace un instante acaba de caer a los abismos, donde todo es dolor y desesperación, y de donde nunca se puede salir.
Era –me dijo- un hombre joven: valiente para las cosas malas, pero mediocre y pobre para ejercitar las obras buenas.
Martha María, para no caer en ese abismo donde el odio y la desolación es tormento para el hombre, es necesario orar y hacer penitencia.
Yo te lo digo. No temas, que soy Yo, tu Dios el que te lo dice:
Esa alma cayó en aquel asqueroso lugar donde el alma nunca podrá ver la hermosura de su Dios. Esa alma se condenó, no porque no pudiera contar con mi misericordia, sino porque la rechazó.
—Después de comulgar y dar gracias a Dios por perdonar mis muchos pecados y por no dejar que yo fuera a ese lugar destinado a los condenados, el Señor me dijo:
Yo nunca he deseado que el pecador muera para condenarle.
Mira que vine a salvarles y a darme a ellos como alimento de salvación.
—Yo le dije al Señor: ‘Señor, ¡qué bueno eres! Mira con ojos de bondad mis pecados y perdóname. El Señor me contestó:
Desagráviame por tus muchos pecados y dame tu amor y consuelo por los pecados de muchos hombres que morirán despreciando mi amor.
Dame tu amor por lo que me has ofendido.
—Señor, le dije: ‘Siempre mis ojos te contemplan en esa cruz… Baja un momento de ahí:
Ayúdame a bajar de mi cruz.
Con tu amor y tu entrega lograrás disminuir mi gran sufrimiento.
Ayúdame.
Dame tu mano y déjame apoyarme en ti.
—¡Señor (le dije), cómo me gustaría hacerlo! Es mi deseo, pero soy tan ingrata que yo misma pongo tus clavos en tus pies y en tus benditas manos. –A lo cual el Señor me dijo:
Mira, hija, que es tanto mi dolor y deseo que tú lo alivies.
Haz desagravios con los cuales podrás consolarme y darme gloria.
Cuídate de cometer pecado alguno. Te lo pido en nombre de mi Padre.
Vigila tu proceder, porque el más leve pecado que tú cometas herirá grandemente mi Corazón.
Mira, hija, que los pecados del hombre me tienen clavado siempre en esta cruz.”
Señor –le dije- yo quiero ayudarte. Baja de ella, ven y descansa en mi corazón.
Yo soy pobre y miserable, pero Tú sabes mi pobreza; pero aún con todo y mi miseria te ofrezco todo mi ser. Ven, Señor, a mí. Deseo consolarte. Aquí estoy.
“Gracias, hija, -me contestó.
Si Yo tuviera el consuelo que tú me brindas de muchos corazones que me amasen y se entregasen plenamente a Mí, sería feliz.”
Señor, ¡cómo me gustaría –le dije- tener una imagen tuya que a cada instante me recordara tus sufrimientos por mis muchos pecados!
“Mira, hija de mi amor, Yo tu Dios crucificado me doy a ti.
¿Qué más puedes pedir?
Piensa interiormente en el sufrimiento que pasé por ti, porque te amaba y deseaba tu salvación.
Vive rectamente y vivirás eternamente.
Ámame y serás santa y morarás entre mis almas predestinadas.
Alivia, pues, mi dolor y ámame.
Te lo pide un Dios olvidado por los del mundo.”
—Estaba platicando con el Padre cuando escuché un grito lleno de terror que poco a poco se fue apagando. De pronto escuché horrendas carcajadas burlonas y voces de muchos condenados que decían a Dios: “Te odio, te odio”, repetidas veces. Mi cuerpo se escalofrió y sentí un horror grande, aún sin saber de qué se trataba. Después de un breve momento escuché la voz de mi Dios que me dijo:
“¿Escuchaste ese grito? Es de un niño que por haber cometido un pecado de impureza y por no haber confiado en Mí, se desesperó y murió, y acaba de condenarse por toda una eternidad.
Miles, hija mía, caen en aquel lugar de tormento diariamente, mientras que un reducido número de almas son las que entran a gozar en la mansión eterna, donde mora la Trinidad augusta.”
18 de Septiembre de 1981.
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