Que quiere que la Comunidad aumente el amor a su Madre Santísima, que le amen más, pensando más en su Madre. Que su Madre María fue modelo perfecto de las religiosas; que en ella se deben inspirar para entregarse como se entregó ella al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; que ella es la criatura perfecta en la cual tenemos que tener puestos los ojos para aprender a imitar sus actitudes. Cuando contemplemos a María veamos y admiremos su obediencia, su docilidad, su pureza, su entrega, su fe, su esperanza y su serenidad y entereza ante la Cruz. Ella es el modelo perfecto que deben imitar mis religiosas, y amarla como yo la amo. Yo soy Jesús, su Hijo, al que tanto amó, tanto reverenció, y por el que tanto sufrió. No hay dolor que se pueda comparar con el dolor que sufrió su Madre al seguir paso a paso el lento y cruel procedimiento de su pasión dolorosa. Por eso quiero que la amen, por los muchos que no la aman y la quieren apartar de mí. Al hablar de mí, la separan de mí. Es un error, porque Dios-Hijo nunca debe ser separado de su Madre a la que tanto amó y a la que tantas veces besó, porque era su Madre.
Ella es la purísima, la inmaculada, creada por el Padre para que en su vientre purísimo se encarnara el Hijo del Padre. En su vientre purísimo el Padre engendró a su Hijo, pero María ofreció y dio su vientre para recibirlo y formarlo y dio sus pechos para alimentarlo. La sangre purísima de mi Madre estaba en mis venas. Ella me llenó de su amor y su calor, y trasmitía el amor que llevaba y llenaba su corazón al corazón el Dios-Hombre. Cuanto gozo sentía mi corazón cuando ella me hablaba y comunicaba su amor de madre durante mi gestación. Mis manitas se extendían para abrazarla y acariciarla; ella lo sentía y se recogía para recibir las caricias de su Dios-Niño que estaba en su vientre virginal.
Se encontraban suspiro con suspiro, y se hacía un solo suspiro. Había intercambio y unión de amor: Ella me amaba y yo la amaba inmensamente más. Ella me deseaba y yo la deseaba inmensamente más. Era un incesante juego de amor; era todo intimidad, todo recogimiento para escuchar los latidos del Dios-Infante que estaba allí dentro, muy dentro de su ser.
Sus ojos eran mis ojos; sus manos eran mis manos; su sangre era mi sangre, porque mis venas se llenaron de su sangre purísima. De ella recibí todo y ella me dio todo, porque ella era como las madres que dan todo.
Mis manitas de niño, tiernas y delicadas, sedosas y frescas, blancas como la leche tenían mucha semejanza con las de mi Madre.
Muchos decían que mi mirada era como la mirada de mi Madre, y esto me recreaba y daba gusto, porque María era mi Madre y el Hijo tenía que parecerse a su Madre.
Mi sonrisa era también muy semejante a la de mi Madre, porque el Hijo tenía que ser reflejo de su Madre, y Él se asemejó en todo al hombre; por eso tomó la forma de hombre en el vientre de una mujer, para asemejarse en todo al hombre.
Mis modales eran como los de mi Madre.
María no sintió ira, porque era toda ella dulzura y amor. Yo como Dios e Hijo del Hombre soy justo y vengador de la honra de mi Padre, y tomé el látigo y arrojé a los que estaban haciendo injuria a la gloria del Padre, convirtiendo el Templo, mi casa de oración, en un mercado.
La sonrisa de María era suave y dulce, como panal de miel, y también mi sonrisa porque yo me parecía en todo a mi Madre. Mi sonreír era como su sonreír.
El color de mi pelo era como el color de mi Madre; y el cabello de mi Madre era como de seda finísima, con un brillo suave y delicado que cautivaba la mirada. María, mi Madre, fue la primera criatura que bendije al ser encarnado en su vientre. Ella fue la primera en recibir la bendición de Dios hecho Hombre. Bienaventurado el vientre que me llevó y los pechos que me dieron de mamar. Por medio de su fe, esperanza y amor me invitó y en su vientre virginal me acogió. En su vientre se contrajo y se selló la nueva y eterna alianza de Dios con los hombres y de los hombres con su Dios, por mi Encarnación. Como Verbo me hice carne y habité entre vosotros al entrar y vivir en el vientre de mi Madre. Mi Madre me dio su fe, su esperanza en las promesas salvadoras de Dios, y todo su amor; me dio su alma y me dio su cuerpo. Todo cuanto Ella era estaba a mi servicio.
En su vientre, como toda madre, me dio su sangre, sostuvo mi vida y mi aliento y fue mi alimento; pero junto con eso y al darme eso, me ofrecía y daba toda su vida y sus virtudes. Las virtudes que Ella poseía y practicaba me daba y transmitía, y por su amor y entrega se hacían mías. Durante nueve meses viví en Ella, de Ella, con Ella y para Ella y todos los demás. Había compenetración y perfecta comunión biológica y espiritual entre los dos. Ella me amaba, me buscaba, me suspiraba, me alababa y glorificaba y yo la amaba, bendecía y glorificaba infinitamente más. Todos sus pensamientos, afectos, deseos y obras eran mías; todas sus sensaciones, sus penas y alegrías, sus trabajos y fatigas, sus gozos y descansos, sus días y sus noches eran míos, porque me los ofrecía y me los daba por amor en su amor. Y todas sus virtudes: su fe, su esperanza, su caridad, su pureza, su amabilidad, su benignidad, su entereza, su fortaleza, su modestia, su mansedumbre, su humildad, su paz, su alegría y todas las demás virtudes, que poseía y que eran deleite y recreación del Espíritu de mi Padre y complacencia de mi Padre, me las daba y transmitía, y yo las hacía mías. Nada se reservaba para Ella. Mi Madre era la mujer pura e inmaculada, enteramente libre y enteramente entregada, en la totalidad de su alma y de su cuerpo.
Los pechos de María fueron manantiales de leche fresca, pura y virginal. Sus pechos eran tan virginales, sagrados y puros que Ella era todo recato, delicadeza y pureza al ofrecerlos y entregarlos a su Dios para que se alimentara de ellos. María, mi Madre, sostenía y alimentaba mi vida con la leche de sus pechos, y al mamar su leche fresca, pura y virgien producida y ofrecida en amor y por amor, bebía también el interior, la vida espiritual de María. Al darme de mamar mi Madre me daba también su vida. Su leche no era como la de las demás madres; era leche fresca, pura y virginal; leche especial, creada por Dios Padre, para alimentar a su Hijo predilecto y unigénito, engendrado por amor.
El hombre, las más de las veces, al pensar en los pechos que mi Padre ha creado en la mujer, enturbia su mente y su mirada y degrada a la mujer por sus descontroladas pasiones y pecados. Pero todo lo que mi Padre ha creado es y debe ser aceptado y usado como santo. Mi Madre era la mujer enteramente consagrada, en su alma y en su cuerpo, y sus pechos eran virginales y santos: dedicados sólo para Dios. En ellos bebí la vida, el alimento y la dulzura. Yo lloraba y suspiraba por su leche fresca, virgen y pura. ¡Qué frescura! ¡Qué sabor! ¡Qué dulzura y fortaleza en la leche de mi Madre! Pechos santos creados para alimentar a su Dios. Desde mi encarnación en su vientre y durante mi lactancia mi Madre me transmitía vida, alimento, aliento y sostén; me transmitía su ser a mi ser. Y mi Padre lo quiso así, no porque lo necesitara, sino por misericordia y amor, porque el Hijo de Dios quiso hacerse Hombre y nacer de una mujer, para asemejarse en todo al hombre menos en el pecado, y así destruir las obras del Diablo y del pecado y comunicar la vida divina al hacer, por la unión consigo, hijos adoptivos de su Padre y templos de su Espíritu.
El Hijo de Dios no quiso excluirse de nada de lo que de bueno y humano el Padre había creado y le había pedido para la obra de la salvación. Por eso me encarné en el seno de mi Madre María y de sus pechos me alimenté. Pechos virginales, ¡pechos santos que me amamantaron! De ellos bebí dulzura, serenidad, humildad, mansedumbre, pureza, fortaleza, alegría y paz. Al alimentarme mi Madre me daba toda su vida interior. Para ella era un acto de adoración y profunda comunión con su Dios; era recogimiento y oración, y para Mí era vida, alimento, agradecimiento e infinita bendición. Amad a mi Madre, que es nuestra Madre.
Era un amor grande, muy grande y bellísimo. Era intercambio de palabras, de miradas, de pensamientos y de amores; era perfecta comunión de vidas. María era todo recogimiento, amabilidad, pureza y ternura. Era oración perfecta: fe pura, esperanza abierta confiadamente al infinito en su alma y en su cuerpo y vientre virginal, era deseo y anhelo incoercible por su Dios, era suspiro purísimo y delicadísimo, era alabanza perfecta a su Dios y gratitud incesante. Era la obra de arte de mi Padre. Era la enteramente desposeída y despojada de sí misma, enteramente vacía y abierta, porque vivía sólo para su Dios, confiaba sólo en su Dios, se apoyaba sólo en su Dios, dependía sólo de su Dios y esperaba todo y siempre de su Dios.
Bendita Mujer y bendita Madre que se dejó amar dócil y agradecidamente y supo reamarnos con totalidad y suma perfección.
Contemplad a María mi Madre y vuestra Madre.
Asimilad en el recogimiento, en la abnegación y oración su espíritu y actitudes.
Imitadle en sus virtudes.
Inspiraos en Ella, mi Madre que es vuestra Madre.
Comunicaos como Ella, pedid como Ella, alabad y dad gracias como Ella.
Vivid como Ella vuestra consagración completa, vuestra entrega total.
Dejaos amar como Ella se dejó y quiso ser amada: no rechacéis mi amor.
Vivid de amor, en el amor, por amor y para el amor, como Ella vivió.
No os olvidéis de mi Madre, que es vuestra Madre.
Cuanto más la améis y honréis y alabéis, más amáis, honráis, alabáis y bendecís a mi Padre que la creó por amor para que fuera la Madre de su Hijo, a mi Espíritu que en ella trabajó y se recreó y al Hijo que Ella concibió, gestó, dio a luz, amamantó, crió, acompañó en su vida, y en la cruz lo ofreció en amor y por amor. Cuanto más amáis a mi Madre, que es vuestra Madre, más me amáis a Mí. Benditos todos los que amen, alaben y glorifiquen a mi Madre, que es vuestra Madre, porque serán también benditos de mi Padre.
María es la purísima, la inmaculada, la intachable. Su alma estaba y se mantenía en continua oración; transformada para su Dios; postrada ante su Dios; era abnegada y sufrida para Dios; elevada hacia el trono de Dios y coronada ante ese mismo trono por su Dios, a quien amaba con todas sus fuerzas, con toda su vida. María es la inmaculada, creada por el Padre, y la soberana, coronada por mi Padre. ¡Bendita Madre! María es la perfecta criatura que se ofreció como víctima de amor. No hay amor más grande entre madre e hijo, ni habrá jamás, mayor amor que el que existió y existe entre María y su Hijo Jesús.
Diciembre 2, 1980.
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