Procuraré estar recogida a pesar de mis muchas actividades, haciendo actos de amor cuantas veces podía en medio del bullicio. Estando en esta postura y caminando por la calle, escuché al Señor que me decía:
“Te amo. Ámame.
Estoy enamorado de ti.”
Mi alma parecía sentir el peso de su amor, y la mucha ingratitud me dolió profundamente, al igual que las muchas ofensas con que yo le he ofendido y mis grandes infidelidades, y le contesté: ¿Señor, cómo es que me amas? No te entiendo. ¿Quién podría fijarse en mí, si soy tan poca cosa y tan insignificante? – El Señor me contestó:
“Eres creatura mía. Es por eso que te amo.
Tu miseria la irás poco a poco transformando por amor.”
Escuchando estas palabras tan consoladoras, ¿quién podrá decir no al Señor? Señor, yo quiero amarte. Aumenta en mí tu amor. Quiero entregarme sólo a ti. Ayúdame a ser fiel a tu llamado.
“Cree en mi palabra, pues Dios nunca miente y siempre cumple.”
Señor, yo creo, pero es que soy tan poca cosa para recibir tus halagos que no quiero pensar más que en ti para amarte y entregarme.
“Yo soy un Dios –como te he dicho- enamorado de ti.
Yo me entrego plenamente y sin reservas y deposito todo mi amor en tu corazón.”
Toda la tarde me consagré a Dios, Trino y Uno, renovando mi entrega.
El Señor durante la Misa me dio a saborear su inmenso amor y sus requiebros eran los de un Dios hombre completamente enamorado de su amada. Las palabras que me enternecieron hasta lo más hondo de mi ser fueron:
“Ámame.
El hombre está en guerra conmigo y desea destruir mi imagen y no cumplir mi voluntad.”
Mi alma experimentaba una paz grande, que deben gozar los justos ante la presencia del Ser supremo.
3 de Agosto de 1981.
Comparte esta publicación:
Copyright © Todos los Derechos Reservados.
Se puede compartir e imprimir para fines apostólicos.
El material en esta página web irá aumentando.