Diciéndole yo al Señor que por qué tanto desprecio de los que me rodean, que si tan mala era yo, ya que ante toda actitud negativa mi corazón y sentimientos sufrían tanto, el Señor me indicó:
“Tú, estate tranquila, que mis elegidos siempre son humillados y despreciados.
Mira que tu mismo Dios no es amado, y tú eres miembro de mi cuerpo y sangre.
Además quiero advertirte una cosa: si Yo te envío al fin del mundo, ahí tendrás que ir para que lleven mis mensajes y seas pregonera de mis deseos.”
Estando yo llorando y comentando con el porqué de tanto desprecio y de la soledad en Dios y de la que el Demonio pone en las almas, hubo un momento de mucha paz en que oí una voz débil y delicada que me decía en mi interior:
“¿Por qué temes al desprecio?
Yo te amo y soy tu Madre que te guardo de caer en pecado y velo por ti a cada instante.
Toda alma entregada al amor de Dios es triturada por el enemigo de Dios que ocasiona conflictos para destruir la obra reformadora que hace el Espíritu Santo.
Y cualquier desasosiego vale más cortes con caridad con él, porque el príncipe de las tinieblas oscurece la mente y controla el corazón para no ver más que tinieblas y oscuridad.
En cambio el alma dócil al Espíritu de Dios no sucumbirá si se sostiene en fe y amor; al contrario sufrirá y aumentará en ella la gracia de Dios.
Vive como columna de amor encendida a los pies de un Dios que es verdad y cuyo amor es infinitamente fuerte.
Ese amor nada ni nadie lo cambiará.
El amor de Dios es luz, paz y fuerza para vencer interior y exteriormente, es cambio del alma, es interés sin escrúpulo, es darse sin querer obtener.
Su amor es comparado como a una flor que se abre a la luz del sol y resplandece para que el mismo sol derrame su luz sobre ella.
Así, hija mía, persevera ante el dolor y sé cauta en tu trato con las almas.
Que las trampas que el Demonio pone a tu paso tú las sepas superar.
La fuerza será la oración, la perseverancia, el amor y la docilidad.
¿Hasta cuándo vas a ver hacia la altura y pensar sólo en tu Dios?
Mira que Él te ama y quiere que brilles como un astro luminoso en su Iglesia.
No obstruyas sus deseos. Cumple con docilidad y firmeza el más mínimo de sus deseos.
Descubre con exactitud y sinceridad cualquier cosa que quiera destruir lo que tu Dios ha hecho en ti.”
. . .
El Señor me dijo:
“Mira, hija mía: El Demonio cuando ve y sabe que Yo amo con predilección a una creatura, es tanto su odio y envidia que trata de destruirla y hacer ver toda su maldad a las demás personas para así destruir toda bondad.”
Cuando estaba recogida y con gran fervor durante la Sta. Misa, el Señor se comunicó nuevamente conmigo y me dijo:
“Amada del Padre, elegida del Hijo e iluminada por su Espíritu, mira este botón rojo de un rosal, encendido por el gran amor que te tiene tu Dios.
Recíbelo, que es para ti.
Deja que te bese y que deposite mi amor”.
Sin sentir físicamente lo que el Señor me iba diciendo, mi alma sentía el gozo de lo recibido y experimentaba las delicias del amor divino. Sus caricias caían en ella como lluvia de pétalos perfumados. Mi alma completamente se regocijó ante la presencia de Dios, como anteriormente le he mencionado. La presencia activa de Dios en mi alma la embriagaba de una dulzura que no puedo explicar. Es como si un perfume de suave olor me arrobara y arrebatara a no sé qué lugar. Es un arrebatar al cielo anticipado. Es canto melodioso que cautiva. Es algo que el hombre no tiene palabras con qué explicar. Es algo que la mente no puede descifrar. Es algo maravilloso. Es Dios mismo hablando y amando a su creatura. Es misterio lleno de luz y amor. Es arrobamiento que cautiva y atrae. Es dulzura, perfume. Es frescura, es suavidad. Es amor que no termina. Es fuego que arde sin quemar. Es brisa que refresca. Es Dios que, adaptándose al hombre, lo cautiva. Después el Señor me indicó con dolor y tristeza pero con palabras claras, llenas de súplica:
“Ámame.
El hombre no me ama.
Ámame, tú, paloma mía. Ámame.
Yo necesito ser amado.
Mi corazón sufre por la falta de amor.”
Ante su súplica y su dolor mi alma se estremeció al escucharlo y le contesté. Señor, ¿quién soy yo para que mi Dios me suplique le ame? Perdóname, Dios mío. Quiero amarte. Aumente mi amor. Te amo, pero es pobre mi entrega. Dame más deseos de amor para amarte como Tú mereces. El Señor parecía complacido y mi alma se quedó encendida en amor.
2 de Agosto de 1981.
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