—La voz del Señor es una voz suave y dulce, que llena al alma de paz y de gozo, y que al escucharla parece paralizarse ante ella todos los sentidos. El alma se arrebata hacia Él, se llena de amor encendido, se entrega, se enternece ante sus súplicas, se enamora más y desea mayor perfección.
“Yo soy tu música.
Todo lo que para ti sea gozo en Mí, es alabanza para Mí.
Todo lo que te inspire más amor a Mí es gloria para tu Dios.”
—Aquí escuchaba yo música clásica, y al hacerlo le decía a mi Dios: Creo, Señor, que el que se inspiró para hacer estas notas tan bellas pensaría en Ti, porque esta música llama al recogimiento, y el espíritu eleva hacia Ti y se llena de gozo y paz.
—Después tuve una experiencia espantosa. Mi alma se sentía como presa sin poder salir de aquella jaula horrible donde la soledad, la incertidumbre y el abandono de Dios eran espantosos. Parecía que mi alma estaba en poder del demonio. Venían a ella toda clase de tribulaciones y mi cuerpo, como mi alma, no podía tener paz. Me cambiaba de postura, pensando que era por el ambiente o lugar, pero todo era imposible. Sentía el reír del demonio ante mi tormento. Era tan cruel que ni mis labios podían clamar a Dios. Parecía que el mismo Dios había desaparecido de mi vida. Duró largo tiempo esta agonía.
Casi a la fuerza –porque ni mi cuerpo respondía- fui a participar en el Santo Sacrificio. Allí permanecí fiel, pero como un muerto que llevan a Misa de cuerpo presente. Toda yo parecía estar congelada. Ni siquiera osaba respirar. Como un robot me acerqué a la sagrada comunión. Sentí dolores extraños en mi cuerpo. Me molestaba el ruido y también el recogimiento. La fe parecía haberla perdido. El deseo de orar y clamar al Dios altísimo parecía muerto para Mí; pero, en cambio, revivían toda clase de tentaciones.
La imagen del Cristo crucificado de mi parroquia, que tantas veces me hacía suspirar, pensando en el dolor que por mis muchos pecados padeció por mí. Mi Dios parecía ajena a mi alma. Hablaba con los demás por deber. Al venir mi Dios a mi alma sacramentalmente fueron tantas mis luchas que por momentos hubiera preferido morir. Era un sopor infernal. Mi alma estaba encadenada. Luchaba yo por salir de aquello, pero mis potencias no respondían. Había algo que, como una luz tenue, me hacía sobrevivir. Veía hacia el cielo que tanto me gusta contemplar y me parecía gris y triste. Así pasé toda la parte de la tarde, cuando de pronto comencé a sentir una especia de frescura suave que daba vida y aliento a mi ser; y pude reconocer que era mi Dios. Y mi alma llena de gozo y de amor, y a la vez de reproche, le dije: ‘¿Dios mío, dónde te habías escondido de mí? He sufrido tanto, ¿por qué me abandonaste?’ –El Señor me dijo:
“Aquí estaba contigo.
Yo estaba en tu interior y veía tus luchas y tentaciones, y sonreía sabiendo que al salir de todo esto tu alma, ya victoriosa, recibiría mayores dones y se haría fuerte contra toda lucha.
Recuerda que grandes mercedes te esperan si tú eres generosa y amante de tu Dios.”
—A Partir de aquel momento cesó toda clase de perturbaciones, llenándose mi alma de gran de paz.
24 de Septiembre de 1981.
Comparte esta publicación:
Copyright © Todos los Derechos Reservados.
Se puede compartir e imprimir para fines apostólicos.
El material en esta página web irá aumentando.