Encuentro Amoroso

Y parecía que el alma no podía resistir el deseo de recibir al Dios que inflama al alma. ‘Señor, -le dije- ven a mí. Te deseo plenamente. Quiero unirme a ti. Quiero que Tú seas mi único dueño. Te amo, pero deseo amarte mucho más. El Señor me contestó: 
 
“Ven, amada mía, al banquete que tu perfectísimo y amado esposo tiene preparado para ti. 
Te digo para que lo sepas: toca cuando quieras mi corazón, que a tu llamado atenderé y lo abriré para que te quedes conmigo ahí. 
Mira, mi corazón arde en deseos de amarte. De él salen destellos de mi inmenso amor. 
Ven, hermosura mía, mi amada. 
El amor de mi vida eres tú. 
Eres como el cantar de un ruiseñor. 
No pienses más en ti. Entrégate y abandónate como avecilla sin nido en este corazón que debe ser tu albergue y reposo. 
Sella de una vez tu infidelidad y tus deseos ciegos. 
Ven a Mí, que Yo saciaré tu sed de amor. 
Ven. Vuela, alma mía, que tu Dios te desea y te busca”. 
 
Mi alma ante aquellas hermosísimas palabras parecía enternecerse y volcarse encendida y toda abrazada en amor. Era una hoguera ardiente. Sentía el calor del amor para mi Dios que salía por los poros de mi piel y quietecita y silenciosa, pero muy deseosa de unirme a mi Dios me puse solícita a recibirlo con mucho amor y fervor. Estaba tan gozosa y animosa de recibirle como pocas veces lo estoy, y disponible mi alma para la unión de amor y dócil a escuchar sus requiebros de amor que me decía: 
 
“Ven, amada, a reposar en Aquel que te purificará y te embelesará con caricias y besos de un Dios que humanamente hablando hace que el alma enloquezca sin brusquedad ante su presencia”. 
 
Después de recibirlo sacramentalmente, el Señor me dijo: 
 
“Estoy plenamente en ti, como un cordero que se entrega sin resistirse. 
Soy todo tuyo. Déjame estrecharte en mi ser. Déjame acariciarte como sólo tu Dios puede hacer.” 
 
Señor, ¿qué buscas aquí, si Yo no soy más que miseria? 
 
“Te busco a ti desde hace tiempo. Me ponía ante ti, pero tú no me reconocías, ni aceptabas mi infinito amor”. 
 
Señor, le dije, te amo. Eres tan dulce y delicado. Eres un ser misterioso que te siento sin verte. Siento tus besos que estremecen mi ser. Siento tus manos entre las mías que con su suavidad el alma enmudece. El Señor me dijo: 
 
“Oye y escucha los latidos de este corazón que late por ti”. 
 
Señor, le contesté, no los escucho pero los siento. 
 
“Deja que este mi corazón se una al tuyo. ¿Me lo permitirás?” 
 
Señor, ¿cómo es posible que Tú, la belleza increada, como Tú mismo sueles llamarte, busques como refugio este corazón incrédulo, frío y mezquino? 
 
“Yo soy el Dios misericordioso, no lo olvides. El que busca a quien le place y el que enciende el corazón del que tiene sed de Mí”. 
 
Mi alma parecía morir. Era como si algo más fuerte que mis fuerzas saliera de mi interior y se escapara con su Dios hacia algo que el alma nunca imaginó. El Señor me invitó a penetrar en su costado: 
 
“¿Quieres –me dijo- que tomados de la mano, como dos amante, penetremos en mi costado y busquemos refugio?” 
Señor, contigo voy a donde Tú quieras llevarme –le contesté- Tú eres a quien busco y deseo entregarme. El Señor se llenó de alegría y me dijo: 
 
“Tus palabras son como el fresco del rocío que cautiva a su Dios. 
Eres mi amada.  
Tomémonos de la mano y abrazados y unidos en estrecho abrazo caminemos.” 
 
Sin ver sentí su mano que se unía a la mía y sin ver su rostro vi su sonreír y su cara llena de amor hacia mí. 
Mi alma enmudecía ante su presencia, pero se engrandecía y se llenaba del celo de amarle. Parecía que el cuerpo estaba ahí, pero mi espíritu no. Sentía sus besos en mi rostro. Mis huesos se endurecían. Mi cuerpo entero se encendía. Mi entendimiento como que no comprendía, pero mi corazón era una brasa ardiente que quemaba sin quemar. Era locura de amor. Éramos como el Señor quería: un solo corazón. Me dice:  
 
“Oye, amada, mi cantar que es para ti. 
Oye las aves que nos contemplan. 
Oye el ruido del árbol que sueña con amar. 
Ve la frescura del jardín de este edén especialmente cuidado para que tú y Yo amándonos, disfrutemos de su belleza y esplendor. 
Mira la montaña y ve que el sol, que se asoma para mirarte extasiado y loco de amor, es tu Dios. 
Porque Yo soy el sol que tú esperabas. 
Soy la luz que no lastima, pero que ilumina el sendero en medio de la oscuridad del mundo. 
Ve las flores que te saludan animosas. 
Oye el agua de la fuente cantarina que murmulla para ti. 
¿Ves el cielo luminoso que se ha despejado y en el cual no hay nubes que entorpezcan su belleza? 
Tú me buscabas, en todo estoy y me encontrabas; pero donde moro es en ti. 
Ahí en aquella recámara nupcial donde tu Amado esperaba verte engalanada con ese hermoso vestido de pureza, amor y entrega. 
Ven, pues, amada mía, reposa aquí en el corazón del Dios hecho hombre que se da a ti en plenitud. 
 
Me preguntó: “¿Ves y escuchas todo lo que te he dicho?” 
Y a lo cual yo contesté: No Señor, pero lo siento y lo vivo interiormente y mi alma lo siente, porque Tú eres la brisa, Tú eres flor, Tú eres sol, Tú eres todo, mi Señor. A lo cual Él me contestó: 
 
“Yo estoy en ti y te buscaba afanosamente. 
Ese cantar de las aves era el deseo de Mí que, inquietante, buscabas en deseo y en todo lo creado. 
Y lo demás que te hice sentir y que viviste hace un momento y que sin palparlo con tus manos lo sentiste y sin ver lo has visto, son virtudes infusas en tu alma que tú marchitabas. 
Y el correr del agua de la gracia tú con tus faltas y pecados secabas. 
Y la luz del Espíritu que llegaba a ti la cubrías con la montaña del mundo que tú deseabas. 
Y al Árbol de la vida tú no lo aceptas. 
Al Edén del amor lo despreciabas y el Cielo tú no lo buscabas. 
Y mis manos no aceptabas. 
 
Yo te buscaba en el arroyuelo. 
Te sacaba del fango. 
Te rescataba del mismo abismo tendiéndote mi mano generosa y misericordiosa. 
 
El Padre te amaba. 
El Hijo sufría por ti y derramaba a cada instante la sangre vertida del costado en todo tu ser. 
Mi mirada te seguía a todas partes. 
Muchas veces, cuando te sumergías en el arroyo de tu miseria, me sentaba silencioso para protegerte y librarte de cualquier peligro. 
Sacudía el lodo de tu alma y la besaba, deseando respuesta de parte tuya. 
Te metiste en caminos estrechos y peligrosos, y Yo corría tras de ti y tú ni siquiera mi presencia sospechabas. 
Lloraba y entristecido mi corazón suspiraba por ti, hasta que a tu alma entró la gracia en plenitud y tu alma, sosegada, dejó escuchar la voz de Aquel que te llenará de amor. 
 
Señor –le pregunté- ¿estás contento con mi narración? Soy tan pobre y miserable… Y el Señor me contestó: 
 
“La mano de Dios es la que te guía. 
Yo velo tu sueño y cubro tu cuerpo de besos. 
Oye esa música; es para ti. 
Yo soy la música sonora que embelesa todo tu ser. 
 
Hubo algo que en el plan de Dios estaba escrito: ponerme en tu presencia y descubrirme ante ti y dejar que los ojos de tu alma contemplaran y sintieran en carne viva la presencia del Dios amor, y que el encuentro fuera solemne, silencioso, auténtico y lleno de amor. 
Yo soy flama que enciende, purifica, extasía, embelesa y transforma al alma que, inundada en plenitud de amor y ya sosegada, se una en comunión con Aquel que es alegría, júbilo, música sonora que arrulla y prepara al alma para que reciba al Dios único, amante y eterno. 
 
Extendí mis manos amorosas y tú las aceptaste y las besaste, y bañaste con lágrimas purificadoras el rostro y el ser de Dios. 
 
Yo soy la flama ardiente, deseo infinito y consumación de amor. 
Entré en ti cauteloso, lleno de misterio. 
Mi belleza te asombró. 
Mi amor te llenó. 
Mi música tocó las fibras más delicadas de todo tu ser. 
Tu rostro se transformó y tu ser se consumió en mi presencia encendido del amor, del deseo y de purificación. 
Y te dije: ‘¡ven a Mí, esposa amada, hermosura!’ 
Y supiste responder a mi amor y comprendiste que Dios era al que anhelaba tu ser y el que te saciaría y te eternizaría. 
 
Ahora, alma mía, vive en soledad sonora, aliméntate de mi palabra y vive pensando en Mí. 
Entrega tu corazón al Dios omnipotente y eterno, al que enloquece al alma que se da completamente. 
Desnúdate de ti misma. 
Valora lo que significas para tu Dios. 
Vive la vida real y no te ahogues en el pantano ruidoso e inquietante que te absorbe y que desasosiega todo tu ser. 
Inquiétate por Mí. 
Ámame y que todo tu sentir sea Yo y tu vivir en Mí tu más grande anhelo. 
Mira que la mano de Dios reposa en ti y el ojo del mismo Dios, lleno de amor, te ve y desea. 
 
Luego hubo una pregunta de parte de Dios: ¿Por qué no has leído, como te lo he pedido y es mi deseo, a Juan de la Cruz? 
Señor, le contesté, tal vez mi inseguridad y falta de deseo o mi infidelidad. 
 
“Mira –me contestó- en su espiritualidad descansará tu espíritu. 
Ahí te encontrarás a ti misma. 
Ahí hallarás lo que buscas. 
Él te dará luz y te llenará del deseo de altísima perfección. 
Encontrarás el deseo de soledad. 
Mira que el mismo Juan te lo dirá. 
Recuerda que hay santos para cada alma y éste es el que es para ti. 
 
Enseguida sentí la presencia del mismo Juan y me dijo: 
 
“Sigue la inspiración de tu Dios. 
Yo fui guiado por su Espíritu. 
Me adentré en mí mismo y descubrí al que era. 
Y quité poco a poco cada imperfección. 
Tuve paz en Él, aumento y deseo de más amor. 
Sondeé mis sentimientos y ahogué mis pasiones hasta compenetrarme con mi Dios. 
Y ahí, en soledad, lo comencé a amar y supe darme a Él. 
Viví de la fuerza del Dios omnipotente. 
Entró la verdadera luz a mi ser. 
Se purificó en el dolor lo que había que purificar. 
Mi deseo de pobreza aumentó. 
La ciencia y el conocimiento del ser de Dios lo comprendí. 
Me conocí a mí mismo y descubrí en mí la presencia real y mística del Dios amor. 
Y la gracia encendió mi corazón para vivir y morir encendido de amor hacia mi Señor. 
Cesó la lluvia, llegó la luz y la paz. 
Y fui un hombre celoso de buscar al cielo que es Dios en sí y saciar mis deseos y anhelos bebiendo de la fuente, que es inagotable, del misterio de un Dios que es luz, frescura, llama, que se da sin reservas y vive en ti y en mí perpetuando su amor y virginizando a aquel que se entrega en plenitud y se abandona a su misericordia. 
 
Sigue la luz de mis pasos que fueron guiados e iluminados por el Dios luz. 
No mires tu pasado. 
Vive el presente, que tu futuro el Dios eterno lo sabe y te ayudará. 
Arrepiéntete con profunda humildad y sinceridad, que Dios es piadoso y misericordioso”. 
 
Y así lo hice con sincero arrepentimiento, poniendo todos mis pecados e ingratitudes en la presencia de Dios. 
 
Después dijo: “exorcizaré en nombre del Padre sempiterno y amoroso al demonio que te inquieta y no deja que tu alma, sosegada, busque y ame al que es perfectísimo.” Y dijo: 
 
‘En tu nombre, Padre clementísimo, y pronunciando el nombre de tu Unigénito, Cristo nuestro redentor, y por la Llama ardiente de tu ser que purifica, ordeno a todo espíritu indeseado que no perturbe el ama amada de …, que es hija del Padre, y amor del Hijo que la redimió con su entrega en el madero ignominioso de una cruz. 
Y por la Luz infinita que enciende y purifica os ordeno a todos vosotros, espíritus malos que desalojéis el alma de la esposa del Dios vivo y eterno’. 
 
Después de todo esto que yo estaba viviendo en profundo recogimiento, me dijo el Santo Padre: 
 
“No mires atrás que eso está olvidado en la presencia de Dios. 
Vive en Él y entrégate en abandono en su amor y date en todo tu ser, alma y cuerpo”. 
 
Después el Señor me dijo: Escucha a alguien que te ama; y ésa era Teresa que me dijo: 
 
“No seas casquivana. 
No rehuses al que te busca. 
Vive en fe, confianza, humildad, silenciosa para escuchar su voz, sumisa y obediente para seguir sus deseos. 
Ámalo y serás eternamente feliz”. 
 
Y los dos me tomaron entre sus manos que, sin palparlas con mi cuerpo las sentí en mi alma y me llevaron hacia el Padre, diciéndole: 
 
“Aquí, en tus manos, eterno y amante Dios Padre, te la depositamos. 
Es tuya. 
Ella te ama y Tú la llenarás de amor”. 
 
Sentí el abrazo tierno y delicado del Padre y ahí me quedé anonadada, encendida, llena de una fuerza misteriosa, sedienta de su amor y deseosa de ser virtuosa y temerosa de ser ingrata e imperfecta ante el ojo del Dios eterno. 
Después escuché, sin poner atención al ruido que hacían mis hijas. No podía resistir la voz de Dios, que es más fuerte que el ruido exterior. Era una fuerza poderosa que me retenía a escuchar y a amar al Dios que se daba a mí. Todo mi ser moría de amor. Mis manos estaban dormidas y también mis pies. 
Dios se deshacía en palabras amorosas y mi alma al por igual. Eran dos amores que se unían para amarse. 
 
Después una mujer y una niña gritaban dentro de la Iglesia, pero yo que las escuchaba no podía hablar. Dios me tenía arrobada. Entonces el Señor me dijo: 
 
“Así de inquietante es el ruido del mundo no lo escuches. 
Sé silenciosa para Mí. 
Sal fuera pensando en mi corazón y no busques la satisfacción que engañosamente te ofrece el mundo. 
Búscame a cualquier hora y yo estaré esperando tu llamado. 
Ámame. 
Te amo.” 
 
El que tiene paz y la manifiesta está reflejando la paz que es Dios. 
 
El que sufre con esa paz y ofrece a mi Padre su sufrir, está unido en perfecta comunión con Él y vivirá eternamente en su corazón. 
No desmayéis. 
El odio y el furor del infierno es limitado, y el poder de tu Dios es infinitamente poderoso. 
El Espíritu Santo está en ti y en él. 
No desoigáis su voz y su deseo. 
Sed fieles. 
Fortaleceos en la oración y en el perfecto recogimiento. 
Salud y amor. 
Vuestro Dios os ama. 
 
Le pregunté: “Señor, esa voz misteriosa con la cual Tú me hablas y te manifiestas a mí ¿es auténtica? 
 
Tú sabes que la ciencia y el misterio de tu Dios no son diferentes. 
Dios se abaja al nivel del hombre y se adapta al conocimiento que tiene el hombre, porque mi voz es un misterio, mi voz es poder y deseo. 
 
 
15 de junio de 1981. 

Comparte esta publicación:

Share on facebook
Share on twitter
Share on whatsapp

Copyright © Todos los Derechos Reservados.
Se puede compartir e imprimir para fines apostólicos.
El material en esta página web irá aumentando.